Me declaro competente
Esto de pasarse 15 días por esos mundos de Dios tiene sus ventajas – no cabe duda – pero también sus inconvenientes. Entre las ventajas está la nada despreciable oportunidad de mirar más allá del ombligo propio, de comparar cómo son las cosas en otros lugares, en otras culturas, bajo otros credos y con éstas o aquellas formas de gobernarse. Cómo discurre la vida en países de cultura musulmana o hinduista; cómo se genera riqueza o pobreza en tales o cuales lugares y cómo la corrupción – esta sí, internacional, globalizada, estándar – traspasa todo credo para instalarse siempre en los mismos mecanismos de poder y ejercitarse siempre sobre los menos favorecidos. Sirve para ver cómo algunos pueblos, aún en tales circunstancias, son capaces de sonreír continuamente, de mostrar su cara amable y de compartir con el visitante algunos de sus momentos espontáneos más hermosos: sus canciones, sus bailoteos, sus desgarrados y vetustos instrumentos musicales dejando discurrir, por entre los minutos de descanso de una tripulación, sus notas melodiosas mejor o peor interpretadas.
Entre los inconvenientes –menores, comparados con las ventajas – está el hecho de que se te acumula el trabajo a tu regreso, que no te da el tiempo para ponerte al día y que lo cotidiano, además, acude a martirizarte cuando aún no has logrado resolver lo atrasado. Por ello, llevaba yo días dándole vueltas a un asunto que mereció mi más severa reflexión, pero que aún no había podido escribir. Pero como estos asuntos no prescriben y sobre todo, se perpetúan cada día, merced a la canallesca acción de quienes los protagonizan, me puedo permitir el lujo de estar un año desconectado y seguir de actualidad al regreso. Es lo que tiene esa cucaracha con puñetas que, según parece, cursó la carrera de derecho y logró después una oposición, aunque no por ello haya practicado jamás la Justicia. Da igual el tiempo que dejes transcurrir que ahí está él para proporcionarte motivos para vomitarle encima sin sentimiento de culpa alguno.
Me refiero a esa sabandija con voz de pito que se oculta bajo una toga para, por una lado, lograr el protagonismo propio de las estrellas de Hollywood pero sin rodaje, por otro, ocultar sus manifiestas incompetencias profesionales que a cualquier otro costarían la pérdida de la carrera, cuando no el procesamiento y condena por prevaricación – continuada además – y finalmente, en tercer lugar, tratar de forrarse indecentemente impartiendo y dictando conferencias de todo tipo, clase y condición, previa campaña de difusión de sus “heroicos actos”, a través de la escandalizada opinión pública y sus medios de difusión.
Me refiero a ese escarabajo con mangas ribeteadas de blanco, que acaba de decidir ciscarse en mis muertos y acusarlos de criminales contra la humanidad.
Si, sí, a mis muertos. Resulta que mi abuelo Alfredo – como tantos otros, por otro lado – era un joven y prometedor Perito Agrónomo que en los primeros años de la siniestra República se dejó cautivar hasta el tuétano por Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo. Se alistó a las JONS en la primerísima hora y desde allí a la Falange de José Antonio, con el cual, según mi propio abuelo contaba, tuvo el privilegio de compartir persecución y celda en los años previos al Alzamiento. Tanto, que la anécdota que nos refería siempre era que afilió a su recién nacido hijo Ricardo – mi padre – a la Falange, en una de aquellas celdas. No sé si es cierta, pero desde luego es verosímil y en todo caso, acorde con los tiempos y los caracteres de ambos.
Incluido por tanto en las vanguardias falangistas, fue nombrado enlace con el norte de España – Asturias, para más señas – para explorar las posibilidades y predisposición de los falangistas de allí, ante un más que inminente Alzamiento. Tan inminente era, que le sorprendió en aquellas tierras con su mujer y mi padre – de un año de edad – en lo que enseguida fue Zona Roja – que no republicana, que esas lo eran las dos merced al abandono de la cobarde casa de los Borbones unos años antes – y por tanto, en territorio enemigo. Decidió entonces alistarse a la FAI, pedir destino en el frente y en la primera patrulla, pasarse con su compañero a la Zona Nacional, a la que llegaría pronto en Burgos. Tras las distintas vicisitudes propias de estas situaciones, aún tuvo tiempo de combatir en prácticamente todos los frentes hasta el final de la guerra, en la que se fue dejando pedacitos de pierna, ojo, brazo etc. Zaragoza, Ebro, Brunete, Belchite, Madrid y tantos otros lugares míticos y heroicos tuvieron como combatiente voluntario a Alfredo Ynestrillas que acabaría la guerra como Comandante de Caballería y Caballero Mutilado de Guerra.
En los primeros meses, además, se había tenido que dejar en Zona Roja a mi abuela y a mi padre, que finalmente lograron también pasarse, y al resto de su familia en Madrid, donde su padre – el primer Ricardo Ynestrillas - sería asesinado en las tapias del cementerio de Aravaca, y trasladado después a las fosas de Paracuellos del Jarama – por orden del asesino Santiago Carrillo - hasta su definitivo descanso en el Valle de los Caídos, en tanto que la turba capitaneada por grajos como el del que hablo, no decidan derribar el santuario y esparcir sus restos por el Valle de Cuelgamuros.
Es uno de esos miles de casos de hombres y mujeres de fe, de honor, de principios y de convicciones, con el valor suficiente para llevarlos a término o dejarse la piel en el intento, que protagonizaron el glorioso Alzamiento Nacional. Otros, voluntarios siempre, se dejaron la vida en el Cuartel de la Montaña, en el Alcázar de Toledo, en el Santuario de Santa María de la Cabeza, en Oviedo, en los barcos prisión, en la Sierra del Guadarrama y el Alto de los Leones de Castilla, en miles de cunetas, de altares, de conventos, de frentes, de sitios o de checas.
Todos convencidos de pelear por su fe y contra la barbarie, compartieran o no un único ideal político, que de hecho la historia demostró que de único no tuvo nada. Pelearon por cambiar, por sobrevivir, por acabar con la injusticia, por la revolución, por la fe cristiana, hasta por determinados modelos de República y por determinados modelos de restauración monárquica. De todo hubo y todos ganaron una guerra que luego algunos creyeron haber perdido hasta que la víbora de negro les ha venido a explicar lo que es perder una guerra de verdad, aunque sea 70 años después de terminada.
Y ahora llega ese repugnante personaje, ese excremento del socialismo militante y resentido y declara que esos hombres y mujeres, voluntarios y por tanto cómplices y partícipes, fueron, en realidad, criminales y genocidas.
Poco importa que, el muy animal, se salte a la torera la Historia, los principios básicos de Justicia, las distintas legislaciones, incluida la presente y que prevarique de forma manifiesta cada vez que respira. Poco importa que invente e impute situaciones y delitos que fueron además construidos – por cierto igual de vergonzantemente que ahora pretende la sabandija negra – concluida la segunda guerra mundial mediante la ley del vencedor.
Poco importa la sangre derramada de mi abuelo, de los abuelos de todos los españoles que con mayor o menor éxito hemos llegado hasta hoy, dejando que grandísimos asesinos como Santiago Carrillo se encamen impunemente con él, con tal de cerrar un capítulo de la historia que fue muy doloroso. Él se ha declarado competente para llamar genocida a mis abuelos y tratar de juzgaros por ello; para ciscarse en mis muertos.
Pues bien, letrina con patas y voz desafinada, yo me declaro tan competente como tú, para ciscarme en los tuyos, en tu estirpe y en tu mismísima calavera - el día en que, afortunadamente para la humanidad, Dios decida que dejes de contaminar el mundo con tu presencia - tanto como tú te declaras competente para hacerlo con los míos.
Pero a diferencia de lo que tú haces, yo no necesito asegurarme que están muertos. Tú sí, porque eres incapaz de juzgar a un solo vivo sin que se te escape entre los dedos por incompetente. Tu sí, porque quieres estar seguro de que ninguno de ellos pueda removerse en la tumba, siquiera por un temblor de tierra, y a ti te tengan que ir a buscar al fondo de cualquier alcantarilla cubierto de excrementos hasta los ojos.
Yo no lo necesito. Yo puedo esperar a que me proceses o a que tus escoltas me persigan por los comercios del barrio para pedirme la filiación, mientras gritas como una mesosoprano que tú haces lo que te da la gana. Puedo hacerlo porque para eso sólo hace falta valor y convicciones; justo lo que tú no tienes. ¡Ay, perdón! He dicho que podrías procesarme por esto y no es verdad. En esto, como en todo lo demás eres incompetente, aunque siempre encontrarás algún amiguete de partido, oculto bajo alguna de esas togas impregnadas del polvo del camino, dispuesto a hacerlo por ti. Es lo que hacen los cobardes.
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