No es por casualidad
Que el peor Ministro de Asuntos Exteriores de la historia de España (con permiso – y sin él – de Ana Palacios) haya sido el primero en visitar como tal, una parte del territorio español ocupado por la pérfida, y a pesar de lo que le pueda parecer al decrépito anciano Manuel Fraga Iribarne, en su deriva hacia el abismo político en el que, por otro lado, siempre ha estado, no debería sorprendernos.
Es cierto que es un error político de una magnitud tal, que Miguel Ángel Moratinos no sé si alcanza a comprender y que supone el peor gesto de la diplomacia española – nunca quebrantada en su conjunto, en torno a la roca – desde los gobiernos de uno de los abuelos del actual monarca, Fernando VII, el deseado, y sus bochornosas claudicaciones ante el imperio – en este caso el francés – por la disputa del poder absoluto con su papá, merced a las canalladas de Godoy.
Recuerdo cómo un día de la Constitución de 1998, para más señas, un grupo de españoles - aliancistas del AUN - hartos de tanta ignominia histórica y tanta celebración patriotera en torno al aciago día del 6 de diciembre, decidimos recordar al común de nuestros compatriotas que no había ninguna estúpida fecha que celebrar sin incluir, de manera irrenunciable, nuestro derecho soberano sobre Gibraltar, reivindicando activamente la devolución de la roca por parte de la pérfida Albión y, de paso, recordándolo también a nuestros conformistas gobernantes.
Unos pocos de nosotros entramos en Gibraltar y cinco - en concreto - tomaron el Castillo del Moro a las órdenes de mi hermano, arriaron la bandera británica arrojándola por sus tapias e izaron, mientras pudieron resistir el asalto, la bandera española, por unos cuantos minutos, en nuestra roca sagrada. Otros permanecíamos en el exterior del castillo, cumpliendo con la misión que cada uno teníamos encomendada hasta que fuimos expulsados de Gibraltar e iniciamos una nueva tarea, como estaba previsto: la de establecer contacto con Asuntos Exteriores, recabar información sobre la legislación de la roca y, sobre todo, hacer saber al mundo que cinco camaradas acababan de ser hechos prisioneros – prisioneros, sí, prisioneros - por nuestro más histórico y eterno enemigo – Inglaterra – en nuestro propio suelo gibraltareño.
Fueron juzgados por una potencia extranjera en nuestro suelo y con sus propias leyes y tribunales sajones - ya saben, esos que se visten de mamarrachos y se siguen poniendo blancas peluquitas afeminadas mientras imparten justicia - condenando a nuestros hombres a cinco días de reclusión por daños materiales a la propiedad del imperio - tal es el respeto que se tienen a sí mismos los llanitos, que no contemplan delitos contra la bandera más que en su calidad de paño propiedad del gobierno – y haciendo cumplir la sentencia en la propia roca.
Pues bien, personalmente llevé las conversaciones con las autoridades españolas de Exteriores para tratar de saber en qué condiciones serían juzgados y sobre todo, para tratar de forzar las protestas formales de nuestro gobierno ante los británicos por mantener prisioneros a cinco súbditos españoles en un territorio de permanente reivindicación española.
La respuesta fue siempre la misma: Nosotros – España – no hablamos de Gibraltar más que a través de la embajada en Londres y con las autoridades británicas; no reconocemos autoridad alguna en el peñón que no se derive del tratado de Utrech y no conversamos con su gobernador.
Y así fue. Nos mantuvieron puntualmente informados de lo que ocurría allá dentro, a través de Asuntos Exteriores, hasta que regresaron a casa: No se podía quebrar la postura diplomática española ni con prisioneros.
Nada de lo que hacen es casual, ni dan puntada sin hilo. Cuando ya han logrado ir dinamitando uno tras otro todos los fundamentos de nuestra sociedad española por dentro, ya sólo queda dinamitar lo poco que queda de ella, por fuera.
Han puesto todos sus esfuerzos en destruir conceptos como la vida, la familia, la convivencia (con leyes para asesinar a niños y ancianos y para casar y que adopten las parejas homosexuales); han legislado la memoria histórica – reescribiéndola – y borrando todo vestigio del pasado y la verdad más inmediata; han impuesto la Ley de educación para la ciudadanía, para modelar a su gusto y por obligación las costumbres y modelos de comportamiento de las nuevas generaciones apartándolas de cualquier atisbo de dignidad cristiana y lo complementan ahora con las grandes reivindicaciones de maricones y lesbianas en torno a las escuelas sin armarios.
Han destruido, como no, toda cohesión interna, todo elemento de patriotismo y de patria, desmembrando en pedazos insolidarios nuestras regiones, repartiendo dineros, dádivas y diferencias que hagan que los españoles se enfrenten unos con otros, internamente, entre regiones. Han destruido un ejército popular – si alguna vez lo fue – y lo han convertido, salvo minúsculas y honrosas excepciones, en las señoritas de la cruz roja y, por último - o penúltimo - sólo quedaba destruir nuestra dignidad exterior empezando por Gibraltar y siguiendo por ¿Ceuta, Melilla, Canarias?....
Y lo han hecho, además, mientras nos someten a la peor crisis de empleo de la historia de España, para que los españoles tengamos bastante con preocuparnos de comer y dejemos en un segundo plano los asuntos patrios.
¿Casualidad o plan preconcebido por una de las mentes más perversas de la reciente historia de España que ha manejado, además, los asuntos de terrorismo como mejor han servido a sus intereses particulares y de partido?
Pero decía al principio que no han medido las consecuencias – o quizá sí y cuentan con ello para algún que otro maquiavélico plan – de ceder una reivindicación tan importante ante el inglés:
Hasta ahora los españoles contábamos con la razón, con la asistencia del derecho nacional e internacional, con el inexorable paso del tiempo, con el apoyo – aunque sea testimonial – de la ONU y de cualquier organización supranacional, y sobre todo, con la firmeza inquebrantable de todos los gobernantes (monárquicos, republicanos, demócratas, dictadores, socialistas conservadores, constitucionalistas, imperialistas, pluscuamperfectos y mediopensionistas) en torno a la reivindicación histórica de la soberanía gibraltareña. Era pues, decisión de los españoles y sus gobiernos abrir y cerrar verjas, declarar la paz y la guerra, reivindicar por vía diplomática o por cualquier otra, prolongar la situación en el tiempo o forzar un desbloqueo amparados en el derecho y el apoyo internacional. Nadie nos empujaba a nada. Nadie podía hacerlo.
Pero a partir de ahora, cuando el tiempo y la lógica hayan barrido de la faz de la tierra a esta panda de canallas que nos gobiernan y a su pacata alternativa, las potencias no dejarán de recordarnos, cuando apelemos a ellos, que ya no nos ampara el derecho; que ya no contamos con el apoyo internacional; que la ONU no puede manifestar lo que nosotros fuimos incapaces de mantener y que “uropa” no está para pleitos geográficos sobre los que no tenemos una postura clara y firme.
Ya no podremos volcar la atención sobre el anacronismo ni negar la relación institucional que un Ministro de Exteriores mantuvo con un gobernador - de tú a tú - cruzando amistosamente las manos de los representantes de las tres potencias en territorio llanito.
Y entonces, cuando los que sin haber hecho jamás dejación de funciones en la reivindicación, los que nunca hemos admitido más soberanía que la española sobre la roca, los que seguimos reivindicándola, y aún las generaciones venideras decentes, nos encontremos o se encuentren con la espalda internacional vuelta y la soledad más absoluta, sólo tendremos dos posibilidades: la renuncia ignominiosa o la toma por las armas.
Esa es la verdadera trascendencia de la humillación a la que nos ha sometido Miguel Ángel Moratinos, en nombre de Zapatero y ante la abúlica mirada del monarca francés. Ellos sabrán.
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